CARTA
APOSTÓLICA
PATRIS CORDE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON MOTIVO DEL 150.° ANIVERSARIO
DE LA DECLARACIÓN DE SAN JOSÉ
COMO PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL
Con corazón de
padre: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de
José»[1].
Los dos evangelistas que evidenciaron su
figura, Mateo y Lucas, refieren poco, pero lo suficiente para entender qué tipo
de padre fuese y la misión que la Providencia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero
(cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27);
un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad
de Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través
de los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22).
Después de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un
pesebre, porque en otro sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7).
Fue testigo de la adoración de los pastores (cf. Lc 2,8-20) y
de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban
respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad
legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una
cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del
Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del
nacimiento, José, junto a la madre, presentó el Niño al Señor y escuchó
sorprendido la profecía que Simeón pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35).
Para proteger a Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extranjero
(cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de manera
oculta en el pequeño y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea —de donde, se
decía: “No sale ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn 7,52;
1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y de Jerusalén, donde estaba el
templo. Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que
tenía doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el
templo mientras discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún
santo ocupa tanto espacio en el Magisterio pontificio como José, su esposo. Mis
predecesores han profundizado en el mensaje contenido en los pocos datos
transmitidos por los Evangelios para destacar su papel central en la historia
de la salvación: el beato Pío
IX lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica»[2], el
venerable Pío XII lo presentó como “Patrono de los
trabajadores”[3] y
san Juan Pablo II como «Custodio del Redentor»[4]. El
pueblo lo invoca como «Patrono de la buena muerte»[5].
Por eso, al cumplirse ciento cincuenta
años de que el beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, lo declarara como Patrono
de la Iglesia Católica, quisiera —como dice Jesús— que “la boca hable de
aquello de lo que está lleno el corazón” (cf. Mt 12,34), para
compartir con ustedes algunas reflexiones personales sobre esta figura
extraordinaria, tan cercana a nuestra condición humana. Este deseo ha crecido
durante estos meses de pandemia, en los que podemos experimentar, en medio de
la crisis que nos está golpeando, que «nuestras vidas están tejidas y
sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en
portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero,
sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de
nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los
productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas,
fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos
otros que comprendieron que nadie se salva solo. […] Cuánta gente cada día
demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino
corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes
muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y
transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la
oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos»[6]. Todos
pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la
presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en
tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están
aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en
la historia de la salvación. A todos ellos va dirigida una palabra de
reconocimiento y de gratitud.
1. Padre
amado
La grandeza de san José consiste en el
hecho de que fue el esposo de María y el padre de Jesús. En cuanto tal, «entró
en el servicio de toda la economía de la encarnación», como dice san Juan
Crisóstomo[7].
San Pablo VI observa que su paternidad se
manifestó concretamente «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio
al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al
haber utilizado la autoridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia,
para hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo; al
haber convertido su vocación humana de amor doméstico en la oblación
sobrehumana de sí mismo, de su corazón y de toda capacidad en el amor puesto al
servicio del Mesías nacido en su casa»[8].
Por su papel en la historia de la
salvación, san José es un padre que siempre ha sido amado por el pueblo
cristiano, como lo demuestra el hecho de que se le han dedicado numerosas
iglesias en todo el mundo; que muchos institutos religiosos, hermandades y
grupos eclesiales se inspiran en su espiritualidad y llevan su nombre; y que
desde hace siglos se celebran en su honor diversas representaciones sagradas.
Muchos santos y santas le tuvieron una gran devoción, entre ellos Teresa de
Ávila, quien lo tomó como abogado e intercesor, encomendándose mucho a él y
recibiendo todas las gracias que le pedía. Alentada por su experiencia, la
santa persuadía a otros para que le fueran devotos[9].
En todos los libros de oraciones se
encuentra alguna oración a san José. Invocaciones particulares que le son
dirigidas todos los miércoles y especialmente durante todo el mes de marzo,
tradicionalmente dedicado a él[10].
La confianza del pueblo en san José se
resume en la expresión “Ite ad Ioseph”, que hace referencia al tiempo de
hambruna en Egipto, cuando la gente le pedía pan al faraón y él les respondía:
«Vayan donde José y hagan lo que él les diga» (Gn 41,55). Se
trataba de José el hijo de Jacob, a quien sus hermanos vendieron por envidia
(cf. Gn 37,11-28) y que —siguiendo el relato bíblico— se
convirtió posteriormente en virrey de Egipto (cf. Gn 41,41-44).
Como descendiente de David (cf. Mt 1,16.20),
de cuya raíz debía brotar Jesús según la promesa hecha a David por el profeta
Natán (cf. 2 Sam 7), y como esposo de María de Nazaret, san
José es la pieza que une el Antiguo y el Nuevo Testamento.
2. Padre
en la ternura
José vio a Jesús progresar día tras día
«en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52).
Como hizo el Señor con Israel, así él “le enseñó a caminar, y lo tomaba en sus
brazos: era para él como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y se
inclina hacia él para darle de comer” (cf. Os 11,3-4).
Jesús vio la ternura de Dios en José:
«Como un padre siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternura por
quienes lo temen» (Sal 103,13).
En la sinagoga, durante la oración de los
Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios
de ternura[11], que
es bueno para todos y «su ternura alcanza a todas las criaturas» (Sal 145,9).
La historia de la salvación se cumple
creyendo «contra toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras
debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y
vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se
realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo
diga: «Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario
de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al
Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: “¡Te basta mi gracia!, porque mi
poder se manifiesta plenamente en la debilidad”» (2 Co 12,7-9).
Si esta es la perspectiva de la economía
de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa
ternura[12].
El Maligno nos hace mirar nuestra
fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz
con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros.
El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo
de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia
fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10).
Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios,
especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia
de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la
verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la
Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos
sostiene, nos perdona. La Verdad siempre se nos presenta como el Padre
misericordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32): viene a
nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie,
celebra con nosotros, porque «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 24).
También a través de la angustia de José
pasa la voluntad de Dios, su historia, su proyecto. Así, José nos enseña que
tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de
nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña
que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a
Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo
control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia.
3. Padre
en la obediencia
Así como Dios hizo con María cuando le
manifestó su plan de salvación, también a José le reveló sus designios y lo
hizo a través de sueños que, en la Biblia, como en todos los pueblos antiguos,
eran considerados uno de los medios por los que Dios manifestaba su voluntad[13].
José estaba muy angustiado por el embarazo
incomprensible de María; no quería «denunciarla públicamente»[14], pero
decidió «romper su compromiso en secreto» (Mt 1,19). En el primer
sueño el ángel lo ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar a María,
tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz
un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta fue inmediata: «Cuando José
despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24).
Con la obediencia superó su drama y salvó a María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a
José: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate
allí hasta que te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13).
José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía
encontrar: «Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto,
donde estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y
paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país. Y cuando en
un tercer sueño el mensajero divino, después de haberle informado que los que
intentaban matar al niño habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase
consigo al niño y a su madre y que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20),
él una vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre y
entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21).
Pero durante el viaje de regreso, «al
enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo
miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es la cuarta vez que sucedió—, se
retiró a la región de Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret» (Mt 2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató
que José afrontó el largo e incómodo viaje de Nazaret a Belén, según la ley del
censo del emperador César Augusto, para empadronarse en su ciudad de origen. Y
fue precisamente en esta circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el
censo del Imperio, como todos los demás niños (cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de
resaltar que los padres de Jesús observaban todas las prescripciones de la ley:
los ritos de la circuncisión de Jesús, de la purificación de María después del
parto, de la presentación del primogénito a Dios (cf. 2,21-24)[15].
En cada circunstancia de su vida, José
supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en
Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia,
enseñó a Jesús a ser sumiso a sus padres, según el mandamiento de Dios
(cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía
de José, Jesús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha voluntad se
transformó en su alimento diario (cf. Jn 4,34). Incluso en el
momento más difícil de su vida, que fue en Getsemaní, prefirió hacer la voluntad
del Padre y no la suya propia[16] y
se hizo «obediente hasta la muerte […] de cruz» (Flp 2,8). Por ello,
el autor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús «aprendió sufriendo a
obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que
José «ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la
misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera
en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es
verdaderamente “ministro de la salvación”»[17].
4. Padre
en la acogida
José acogió a María sin poner condiciones
previas. Confió en las palabras del ángel. «La nobleza de su corazón le hace
supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la
violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se
presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la
información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de
cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio»[18].
Muchas veces ocurren hechos en nuestra
vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de
decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo
que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la
responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos
con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque
siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes
decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra
una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a
partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una
historia más grande, un significado más profundo. Parecen hacerse eco las
ardientes palabras de Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse
contra todo el mal que le sucedía, respondió: «Si aceptamos de Dios los bienes,
¿no vamos a aceptar los males?» (Jb 2,10).
José no es un hombre que se resigna
pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el
que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del
Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal
como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y
decepcionante de la existencia.
La venida de Jesús en medio de nosotros es
un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su
propia historia, aunque no la comprenda del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José,
hijo de David, no temas» (Mt 1,20), parece repetirnos también a
nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado nuestra ira y
decepción, y hacer espacio —sin ninguna resignación mundana y con una fortaleza
llena de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero está allí. Acoger la vida
de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de
nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía
para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo
parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles.
Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra
conciencia nos reprocha algo, Él «es más grande que nuestra conciencia y lo
sabe todo» (1 Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada
de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa
irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con
sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que todo
contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm 8,28). Y san Agustín
añade: «Aun lo que llamamos mal (etiam illud quod malum dicitur)»[19]. En
esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o
triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que
creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo
nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino
que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la
responsabilidad en primera persona.
La acogida de José nos invita a acoger a
los demás, sin exclusiones, tal como son, con preferencia por los débiles,
porque Dios elige lo que es débil (cf. 1 Co 1,27), es «padre
de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68,6) y nos ordena
amar al extranjero[20]. Deseo
imaginar que Jesús tomó de las actitudes de José el ejemplo para la parábola
del hijo pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).
5. Padre
de la valentía creativa
Si la primera etapa de toda verdadera
curación interior es acoger la propia historia, es decir, hacer espacio dentro
de nosotros mismos incluso para lo que no hemos elegido en nuestra vida,
necesitamos añadir otra característica importante: la valentía creativa. Esta
surge especialmente cuando encontramos dificultades. De hecho, cuando nos
enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos
ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las
que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos
tener.
Muchas veces, leyendo los “Evangelios de
la infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente.
Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio
del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era
el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo
intervino confiando en la valentía creadora de este hombre, que cuando llegó a
Belén y no encontró un lugar donde María pudiera dar a luz, se instaló en un
establo y lo arregló hasta convertirlo en un lugar lo más acogedor posible para
el Hijo de Dios que venía al mundo (cf. Lc 2,6-7). Ante el
peligro inminente de Herodes, que quería matar al Niño, José fue alertado una
vez más en un sueño para protegerlo, y en medio de la noche organizó la huida a
Egipto (cf. Mt 2,13-14).
De una lectura superficial de estos
relatos se tiene siempre la impresión de que el mundo esté a merced de los
fuertes y de los poderosos, pero la “buena noticia” del Evangelio consiste en
mostrar cómo, a pesar de la arrogancia y la violencia de los gobernantes
terrenales, Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación.
Incluso nuestra vida parece a veces que está en manos de fuerzas superiores,
pero el Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante,
con la condición de que tengamos la misma valentía creativa del carpintero de
Nazaret, que sabía transformar un problema en una oportunidad, anteponiendo
siempre la confianza en la Providencia.
Si a veces pareciera que Dios no nos
ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino que confía en nosotros, en lo
que podemos planear, inventar, encontrar.
Es la misma valentía creativa que
mostraron los amigos del paralítico que, para presentarlo a Jesús, lo bajaron
del techo (cf. Lc 5,17-26). La dificultad no detuvo la audacia
y la obstinación de esos amigos. Ellos estaban convencidos de que Jesús podía
curar al enfermo y «como no pudieron introducirlo por causa de la multitud,
subieron a lo alto de la casa y lo hicieron bajar en la camilla a través de las
tejas, y lo colocaron en medio de la gente frente a Jesús. Jesús, al ver la fe
de ellos, le dijo al paralítico: “¡Hombre, tus pecados quedan perdonados!”»
(vv. 19-20). Jesús reconoció la fe creativa con la que esos hombres trataron de
traerle a su amigo enfermo.
El Evangelio no da ninguna información
sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin
embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar
una casa, un trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio
del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas
concretos como todas las demás familias, como muchos de nuestros hermanos y
hermanas migrantes que incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las
adversidades y el hambre. A este respecto, creo que san José sea realmente un
santo patrono especial para todos aquellos que tienen que dejar su tierra a
causa de la guerra, el odio, la persecución y la miseria.
Al final de cada relato en el que José es
el protagonista, el Evangelio señala que él se levantó, tomó al Niño y a su
madre e hizo lo que Dios le había mandado (cf. Mt 1,24;
2,14.21). De hecho, Jesús y María, su madre, son el tesoro más preciado de nuestra
fe[21].
En el plan de salvación no se puede
separar al Hijo de la Madre, de aquella que «avanzó en la peregrinación de la
fe y mantuvo fielmente su unión con su Hijo hasta la cruz»[22].
Debemos preguntarnos siempre si estamos
protegiendo con todas nuestras fuerzas a Jesús y María, que están
misteriosamente confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a
nuestra custodia. El Hijo del Todopoderoso viene al mundo asumiendo una
condición de gran debilidad. Necesita de José para ser defendido, protegido,
cuidado, criado. Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María,
que encuentra en José no sólo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre
velará por ella y por el Niño. En este sentido, san José no puede dejar de ser
el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la extensión del Cuerpo de
Cristo en la historia, y al mismo tiempo en la maternidad de la Iglesia se
manifiesta la maternidad de María[23]. José,
a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia, sigue amparando al Niño
y a su madre, y nosotros también, amando a la Iglesia, continuamos
amando al Niño y a su madre.
Este Niño es el que dirá: «Les aseguro que
siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). Así, cada persona necesitada, cada
pobre, cada persona que sufre, cada moribundo, cada extranjero, cada
prisionero, cada enfermo son “el Niño” que José sigue custodiando. Por eso se
invoca a san José como protector de los indigentes, los necesitados, los
exiliados, los afligidos, los pobres, los moribundos. Y es por lo mismo que la
Iglesia no puede dejar de amar a los más pequeños, porque Jesús ha puesto en
ellos su preferencia, se identifica personalmente con ellos. De José debemos
aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar
los sacramentos y la caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de
estas realidades está siempre el Niño y su madre.
6. Padre
trabajador
Un aspecto que caracteriza a san José y
que se ha destacado desde la época de la primera Encíclica social, la Rerum
novarum de León XIII, es su relación con el trabajo. San José era un
carpintero que trabajaba honestamente para asegurar el sustento de su familia.
De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa
comer el pan que es fruto del propio trabajo.
En nuestra época actual, en la que el
trabajo parece haber vuelto a representar una urgente cuestión social y el
desempleo alcanza a veces niveles impresionantes, aun en aquellas naciones en
las que durante décadas se ha experimentado un cierto bienestar, es necesario,
con una conciencia renovada, comprender el significado del trabajo que da
dignidad y del que nuestro santo es un patrono ejemplar.
El trabajo se convierte en participación
en la obra misma de la salvación, en oportunidad para acelerar el advenimiento
del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades,
poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se
convierte en ocasión de realización no sólo para uno mismo, sino sobre todo
para ese núcleo original de la sociedad que es la familia. Una familia que
carece de trabajo está más expuesta a dificultades, tensiones, fracturas e
incluso a la desesperada y desesperante tentación de la disolución. ¿Cómo
podríamos hablar de dignidad humana sin comprometernos para que todos y cada
uno tengan la posibilidad de un sustento digno?
La persona que trabaja, cualquiera que sea
su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en creador del mundo
que nos rodea. La crisis de nuestro tiempo, que es una crisis económica,
social, cultural y espiritual, puede representar para todos un llamado a
redescubrir el significado, la importancia y la necesidad del trabajo para dar
lugar a una nueva “normalidad” en la que nadie quede excluido. La obra de san
José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre no desdeñó el trabajo. La
pérdida de trabajo que afecta a tantos hermanos y hermanas, y que ha aumentado
en los últimos tiempos debido a la pandemia de Covid-19, debe ser un llamado a
revisar nuestras prioridades. Imploremos a san José obrero para que encontremos
caminos que nos lleven a decir: ¡Ningún joven, ninguna persona, ninguna familia
sin trabajo!
7. Padre
en la sombra
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su
libro La sombra del Padre[24], noveló
la vida de san José. Con la imagen evocadora de la sombra define la figura de
José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial en la tierra: lo auxilia,
lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos. Pensemos en
aquello que Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, donde viste cómo el
Señor, tu Dios, te cuidaba como un padre cuida a su hijo durante todo el
camino» (Dt 1,31). Así José ejercitó la paternidad durante toda su
vida[25].
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no
se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él
responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la
vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él.
En la sociedad de nuestro tiempo, los
niños a menudo parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en día
necesita padres. La amonestación dirigida por san Pablo a los Corintios es
siempre oportuna: «Podrán tener diez mil instructores, pero padres no tienen
muchos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería poder decir
como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré para Cristo al anunciarles el
Evangelio» (ibíd.). Y a los Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes
de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes»
(4,19).
Ser padre significa introducir al niño en
la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para
encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser
libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a
José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación
meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a
poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos
de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que
quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace
infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para
equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica
de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre.
Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a
Jesús en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica
del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este
hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su silencio persistente no
contempla quejas, sino gestos concretos de confianza. El mundo necesita padres,
rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren usar la posesión del
otro para llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con
autoritarismo, servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con
asistencialismo, fuerza con destrucción. Toda vocación verdadera nace del don
de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el
sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una
vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la
madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del
sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la
alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y
frustración.
La paternidad que rehúsa la tentación de
vivir la vida de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios. Cada niño
lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que sólo puede ser revelado con
la ayuda de un padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que
completa su acción educativa y de que vive plenamente su paternidad sólo cuando
se ha hecho “inútil”, cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina
solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que
siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado
a su cuidado. Después de todo, eso es lo que Jesús sugiere cuando dice: «No
llamen “padre” a ninguno de ustedes en la tierra, pues uno solo es su Padre, el
del cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la
condición de ejercer la paternidad, debemos recordar que nunca es un ejercicio
de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior. En cierto
sentido, todos nos encontramos en la condición de José: sombra del único Padre
celestial, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre
justos e injustos» (Mt 5,45); y sombra que sigue al Hijo.
* * *
«Levántate,
toma contigo al niño y a su madre» (Mt 2,13), dijo Dios a san José.
El objetivo de esta Carta apostólica es
que crezca el amor a este gran santo, para ser impulsados a implorar su
intercesión e imitar sus virtudes, como también su resolución.
En efecto, la misión específica de los
santos no es sólo la de conceder milagros y gracias, sino la de interceder por
nosotros ante Dios, como hicieron Abrahán[26] y
Moisés[27], como
hace Jesús, «único mediador» (1 Tm 2,5), que es nuestro «abogado»
ante Dios Padre (1 Jn 2,1), «ya que vive eternamente para
interceder por nosotros» (Hb 7,25; cf. Rm 8,34).
Los santos ayudan a todos los fieles «a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»[28]. Su
vida es una prueba concreta de que es posible vivir el Evangelio.
Jesús dijo: «Aprendan de mí, que soy manso
y humilde de corazón» (Mt 11,29), y ellos a su vez son ejemplos de
vida a imitar. San Pablo exhortó explícitamente: «Vivan como imitadores míos» (1
Co 4,16)[29]. San
José lo dijo a través de su elocuente silencio.
Ante el ejemplo de tantos santos y santas,
san Agustín se preguntó: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas?». Y así llegó a
la conversión definitiva exclamando: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva!»[30].
No queda más que implorar a san José la
gracia de las gracias: nuestra conversión.
A él dirijamos
nuestra oración:
Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal. Amén.
Roma, en San Juan de Letrán, 8 de
diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen
María, del año 2020, octavo de mi pontificado.
Francisco
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